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    Comentario a Hechos de los Apóstoles Cap. 27

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    Comentario a Hechos de los Apóstoles Cap. 27 Empty Comentario a Hechos de los Apóstoles Cap. 27

    Mensaje  administrador Lun 8 Feb 2010 - 14:23

    Comentario a Hechos de los Apóstoles
    Capítulo 27


    Este relato del viaje de Pablo a Roma nos da una de las narraciones más interesantes y realistas sobre un viaje marítimo y un naufragio que se puedan encontrar en cualquier lugar de la literatura antigua. Lucas usa la primera persona del plural a través de todo el pasaje, por lo que se ve claramente que fue testigo ocular de todo.

    Vientos contrarios (27:1-8)

    Cuando se decidió que habíamos de navegar para Italia, entregaron a Pablo y a algunos otros presos a un centurión llamado Julio, de la compañía Augusta. Y embarcándonos en una nave adramitena que iba a tocar los puertos de Asia, zarpamos, estando con nosotros Aristarco, macedonio de Tesalónica. Al otro día llegamos a Sidón; y Julio, tratando humanamente a Pablo, le permitió que fuese a los amigos, para ser atendido por ellos. Y haciéndonos a la vela desde allí, navegamos a sotavento de Chipre, porque los vientos eran contrarios.

    Habiendo atravesado el mar frente a Cilicia y Panfilia, arribamos a Mira, ciudad de Licia. Y hallando allí el centurión una nave alejandrina que zarpaba para Italia, nos embarcó en ella. Navegando muchos días despacio, y llegando a duras penas frente a Gnido, porque nos impedía el viento, navegamos a sotavento de Creta, frente a Salmón. Y costeándola con dificultad, llegamos a un lugar que llaman Buenos Puertos, cerca del cual estaba la ciudad de Lasea.

    Para hacer el viaje desde Cesárea hasta Italia, Pablo y otros prisioneros fueron puestos en manos de un centurión llamado Julio, que pertenecía a la cohorte de Augusto. Primeramente tomaron un barco de Adramitio, puerto de Misia al sureste de Troas. Iba rumbo a la costa del Asia Menor.

    Lucas subió a este barco también para estar con Pablo. Así hizo Aristarco, un creyente macedonio de Tesalónica. Lo acompañaron para ayudarlo y servirlo en todas las formas que pudieran. Es decir, que Pablo no viajaba como un prisionero ordinario. Tenía amigos. Al día siguiente en Sidón, Julio, tratando a Pablo con bondad humanitaria, le permitió que fuera a sus amigos del lugar para que lo atendieran. Después, batallando contra los vientos del oeste, zarparon con rumbo al este y al norte de Chipre, a Mira, en Licia, la parte más al sur de la provincia de Asia.

    En Mira, el centurión hizo pasar a Pablo y a sus amigos a un barco de Alejandría que iba a salir con rumbo a Italia con un cargamento de trigo. (Vea el versículo 38.) Egipto era la principal fuente de trigo de la ciudad de Roma, y estos barcos, que transportaban trigo, eran considerados muy importantes.

    Los vientos siguieron contrarios, y navegaron muy lentamente tratando de llegar a Gnido, en la costa de Coria, al suroeste del Asia Menor, Sin embargo, los vientos del noroeste no los dejaron llegar allí. Fueron arrastrados a sotavento de Creta, es decir, a lo largo de su costa oriental. Después, tuvieron que luchar a todo lo largo de la costa sur hasta llegar a un lugar llamado "Buenos Puertos".

    Atrapados en una tormenta (27:9-20)

    Y habiendo pasado mucho tiempo, y siendo ya peligrosa la navegación, por haber pasado ya el ayuno. Pablo les amonestaba, diciéndoles: Varones, veo que la navegación va a ser con perjuicio y mucha pérdida, no sólo del cargamento y de la nave, sino también de nuestras personas. Pero el centurión daba más crédito al piloto y al patrón de la nave, que a lo que Pablo decía. Y siendo incómodo el puerto para invernar, la mayoría acordó zarpar también de allí, por si pudiesen arribar a Fenice, puerto de Creta que mira al nordeste y sudeste, e invernar allí.

    Y soplando una brisa del sur, pareciéndoles que ya tenían lo que deseaban, levaron anclas e iban costeando Creta. Pero no mucho después dio contra la nave un viento huracanado llamado Euroclidón. Y siendo arrebatada la nave, y no pudiendo poner proa al viento, nos abandonamos a él y nos dejamos llevar. Y habiendo corrido a sotavento de una pequeña isla llamada Clauda, con dificultad pudimos recoger el esquife. Y una vez subido a bordo, usaron de refuerzos para ceñir la nave; y teniendo temor de dar en la Sirte, amaron las velas y quedaron a la deriva. Pero siendo combatidos por una furiosa tempestad, al día siguiente empezaron a alijar, y al tercer día con nuestras propias manos arrojamos los aparejos de la nave. Y no apareciendo ni sol ni estrellas por muchos días, y acosados por una tempestad no pequeña, ya habíamos perdido toda esperanza de salvamos.

    Debido a que había pasado mucho tiempo y el ayuno (el día de Expiación, que en el año 59 d.C. fue el 5 de octubre) también había pasado. Pablo reconoció que sería peligroso continuar su viaje. Ya había estado en tres naufragios (2 Corintios 11:25), y sabía lo peligrosas que podían ser las tormentas de invierno. Por esto, fue a los que estaban al mando del barco y les aconsejó sobre la certeza de las pérdidas, no sólo del cargamento y la nave, sino también de vidas.

    Sin embargo, el centurión se dejó persuadir por el piloto y el capitán (dueño) de la nave, que querían seguir adelante. Aquel puerto no era bueno para pasar el invierno en él, de manera que la mayoría aconsejó tratar de alcanzar Fenice (actualmente Fínika), un puerto situado más al este que estaba mejor ubicado, ya vinieran los vientos del noroeste o del suroeste.

    Un suave viento del sur persuadió al centurión y a los demás de que podrían llegar hasta Fenice, de manera que zarparon con rumbo oeste, manteniéndose cerca de la costa sur de Creta. Los marineros trataron de poner proa al viento, pero era demasiado fuerte. Por esto, tuvieron que abandonarse a él y dejarse llevar a donde el viento quisiera.

    El sotavento (lado sur) de una pequeña isla llamada Clauda, les dio un pequeño alivio temporal. Aun así, les era difícil volver a tomar el control del esquife, el pequeño bote que arrastraba el barco. Después de subir el bote abordo, usaron refuerzos para ceñir la nave. Es decir, ataron cables verticalmente alrededor del barco para tratar de impedir que los maderos hicieran demasiada fuerza o se soltaran.

    Entonces, temerosos de ser desviados de su curso rumbo a la Sirte, banco de arenas movedizas situado a las afueras de la costa del norte de África, al oeste de Cirene, arriaron las velas (o probablemente la gavia) y quedaron así a la deriva.

    Al día siguiente, puesto que aún se hallaban dentro de la tormenta, comenzaron a tirar cosas por la borda para aligerar el barco. De ordinario esto significaría lanzar al agua parte del cargamento. Sin embargo, el cargamento de trigo de este barco era tan importante para Roma, que era la última cosa de la que se podían liberar. Es probable que comenzaran con el equipaje personal y los muebles de la cabina.

    Al tercer día (según su forma de contar, el día siguiente a aquél en que habían comenzado a tirar las cosas por la borda), con sus propias manos arrojaron los aparejos de la nave (entre los cuales iría probablemente el palo mayor del barco).

    La tormenta siguió muchos días (probablemente once: vea el versículo 20). Sin poder ver el sol, la luna ni las estrellas, no tenían forma alguna de saber dónde se hallaban. Finalmente, mientras esta gran tormenta invernal seguía azontándolos, perdieron toda esperanza de salvar la vida.

    La visión de Pablo les da ánimos (27:21-37)

    Entonces Pablo, como hacía ya mucho que no comíamos, puesto en pie en medio de ellos, dijo: Habría sido por cierto conveniente, oh varones, haberme oído, y no zarpar de Creta tan sólo para recibir este perjuicio y pérdida. Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave. Porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí. Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confio en Dios que será así como se me ha dicho. Con todo, es necesario que demos en alguna isla.

    Venida la decimacuarta noche, y siendo llevados a través del mar Adriático, a la medianoche los marineros sospecharon que estaban cerca de tierra; y echando la sonda, hallaron veinte brazas; y pasando un poco más adelante, volviendo a echar la sonda, hallaron quince brazas. Y temiendo dar en escollos, echaron cuatro anclas por la popa, y ansiaban que se hiciese de día. Entonces los marineros procuraron huir de la nave, y echando el esquife al mar, aparentaban como que querían largar las anclas de proa. Pero Pablo dijo al centurión y a los soldados: Si éstos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros. Entonces los soldados cortaron las amarras del esquife y lo dejaron perderse.

    Cuando comenzó a amanecer. Pablo exhortaba a todos que comiesen, diciendo: Este es el decimocuarto día que veláis y permanecéis en ayunas, sin comer nada. Por tanto, os ruego que comáis por vuestra salud; pues ni aun un cabello de la cabeza de ninguno de vosotros perecerá. Y habiendo dicho esto, tomó el pan y dio gradas a Dios en presencia de todos, y partiéndolo, comenzó a comer. Entonces todos, teniendo ya mejor ánimo, comieron también. Y éramos todas las personas en la nave doscientas setenta y seis.

    Durante largo tiempo, las doscientas setenta y seis personas que iban en el barco (vea el versículo 37) no habían comido. La palabra griega podría significar que les había faltado la comida, pero en los versículos 34-36 se ve que todavía tenían comida a bordo. La palabra también puede significar abstinencia de comida por falta de apetito o por mareo. Debido a la tormenta, muchos de ellos deben haber estado mareados. Aun cuando una persona no esté mareada, el mareo de otros basta para causarle a cualquiera la pérdida del apetito.

    Entonces, una noche, un ángel se le apareció a Pablo y le dio alientos diciéndole que dejara de temer. Era necesario (formaba parte del plan divino) que él compareciera ante el César, y Dios también le había concedido misericordiosamente a todos los que navegaban con él. No se perdería una sola vida; sólo se perdería el barco.

    Pablo, antes de hablarles a los demás de esta seguridad recibida de Dios, les recordó las advertencias que él les había hecho antes de salir de Creta. No les estaba diciendo simplemente "¡Se lo dije!" Recordaba que se habían negado a oírlo antes; quería estar seguro de que lo escucharan ahora. Por esto captó su atención haciendo que admitieran (en su mente) que él estaba en lo cierto.

    Entonces le dio la gloria a Dios, "de quien soy y a quien sirvo". Note también que comenzó exhortándolos a tener buen ánimo (tener valor y cobrar ánimos). Concluyó de la misma forma. Pero el motivo para que tuvieran valor era la fe de Pablo en Dios.

    ¡Qué espectáculo! Pablo, el prisionero, comunicándoles a los demás su fe: "Señores, yo creo en Dios." Sin embargo, añadió que naufragarían en las costas de una isla.

    En la noche decimocuarta, todavía el viento los llevaba a la deriva en la dirección que soplaba, a través del mar Adriático (aquí este nombre se aplica a la parte del mar Mediterráneo situada al sureste de Italia, y no al que conocemos hoy como mar Adriático). Alrededor de la medianoche, los marineros sospecharon que se estaban acercando a tierra. 4 Por esto, tiraron una soga lastrada para sondear la profundidad y vieron que era de veinte brazas (36 metros). Poco después, posiblemente después de media hora, sondearon de nuevo y vieron que la profundidad era ahora de 15 brazas (27 metros).

    Como tenían temor de que el barco se encallara entre las rocas y se destrozara antes de que pudieran escapar, echaron cuatro anclas por la popa y ansiaban (en griego, "oraban") que se hiciese de día. Es decir, oraban para que llegara el día antes de que el barco encallara.

    Los marineros decidieron que sería peligroso esperar hasta entonces, así que buscaron la forma de huir del barco. Cuando fueron descubiertos, ya habían bajado al agua el esquife bajo el pretexto de lanzar anclas desde la proa del barco. Entonces Pablo le dijo al centurión que a menos que aquellos marineros se quedaran en el barco, no se podrían salvar. Como resultaría al final, hicieron falta para lograr que el barco encallara en el lugar mejor.

    Los soldados que se hallaban a las órdenes del centurión cortaron entonces la soga que sostenía el esquife y dejaron que se perdiera en el mar. Pablo, el prisionero, había tomado el control de la situación debido a la necesidad.

    Todavía al frente de la situación. Pablo tomó la iniciativa de exhortar a todos a que comiesen por su propia salud corporal y su bienestar. Les aseguró que no se perdería ni un cabello de la cabeza de ninguno de ellos. No sólo se salvarían, sino que saldrían ilesos. Después, sentó ejemplo tomando una hogaza de pan, dando gracias a Dios delante de todos ellos y comenzando a comer. Al ver esto, los doscientos setenta y cinco restantes tomaron valor, se sintieron inspirados por la esperanza, y comieron también.

    El naufragio (27:38-44)

    Y ya satisfechos, aligeraron la nave, echando el trigo al mar. Cuando se hizo de día, no reconocían la tierra, pero veían una ensenada que tenía playa, en la cual acordaron varar, si pudiesen, la nave. Cortando, pues, las anclas, las dejaron en el mar, largando también las amarras del timón; e izada al viento la vela de proa, enfilaron hacia la playa. Pero dando en un lugar de dos aguas, hicieron encallar la nave; y la proa, hincada, quedó inmóvil, y la popa se abría con la violencia del mar.

    Entonces los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno se fugase nadando. Pero el centurión, queriendo salvar a Pablo, les impidió este intento, y mandó que los que pudiesen nadar se echasen los primeros, y saliesen a tierra; y los demás, parte en tablas, parte en cosas de la nave. Y así aconteció que todos se salvaron saliendo a tierra.

    Después de que todos quedaron satisfechos con la comida, tiraron el trigo por la borda para que subiera la línea de flotación del barco. Esto los ayudaría a acercarse más a la orilla.

    Cuando llegó la luz del día, no reconocieron aquella tierra. Sin embargo, lograron ver una ensenada y decidieron que si podían lograrlo, harían que el barco encallara en la playa que tenía. La bahía de San Pablo, tal como se la llama hoy en día, corresponde exactamente a las cosas relatadas en este capítulo.

    Cortaron las anclas y las dejaron en el mar, porque esto también aligeraría el barco. Al mismo tiempo, largaron también las amarras del timón, izaron al viento la vela de proa y enfilaron hacia la playa.

    En lugar de alcanzar la playa, llegaron por accidente a un lugar situado entre dos mares; un canal poco profundo y estrecho. La proa de la nave encalló en fango y arcilla, mientras que la popa comenzó a abrirse por la violencia de las olas.

    Entonces los soldados hablaron entre sí, y su decisión fue matar a los prisioneros, no fueran a fugarse nadando. No obstante, como el centurión quería salvar a Pablo, evitó que llevaran a cabo sus propósitos. Después mandó que todo aquel que supiera nadar, saltara primero al agua para llegar a tierra. Los demás les siguieron, unos en tablas (tomadas del barco) y otros en cualquier cosa que pudieran hallar que flotara. De esta forma, todos llegaron sanos y salvos a tierra. Sin embargo, tal como lo había advertido Pablo, el barco se perdió por completo.

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