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    La visión de Dios

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    Mensaje  administrador Miér 7 Abr 2010 - 10:48

    La visión de Dios
    Se cuenta que en una ocasión Agustín de Hipona oró de una forma muy atrevida: «Señor, has declarado que nadie puede ver tu rostro y vivir. Permíteme entonces morir para que pueda verte.» ¿Cómo será ese bendito y glorioso día cuando por fin veremos a Dios? ¿Estaremos llenos de temor? ¿Cómo reaccionaremos?
    Isaías nos cuenta que cuando tuvo su visión de Dios cayó como muerto. Dice que vio «al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo» (Is 6.1–4). Con esos serafines en mente algunos han inferido que la única y exclusiva actividad de todos en el cielo será continuamente rendirle homenaje a un Dios temible y distante.
    Al contrario, al leer Apocalipsis 21 y 22 no vemos a los redimidos llenos de pavor, cubriendo sus rostros ante el Altísimo Dios, diciendo «Santo, Santo, Santo». Vemos más bien la alegría y el encanto de una novia preparándose para una boda. Vemos a la Iglesia gloriosa y esplendorosa «dispuesta como una esposa ataviada para su marido». Allí no se ve a los redimidos cubriendo sus rostros ante el Altísimo, al contrario, se les ve en la presencia de su Redentor disfrutando de su gloria cara a cara, sin temor y sin espanto.
    En realidad, lo más glorioso del cielo será gozar de la visión de Dios (en teología se usa el latín, visio Dei; también se dice visión beatífica). Ver a Dios tal como Él es, sin interferencias, sin un velo oscuro, representa la más grande esperanza de un creyente. Tan satisfactorio será conocer y disfrutar de Dios que la necesidad de matrimonio, como lo conocemos en esta tierra, será innecesaria. Cristo será nuestro todo en todo.
    ¿Qué significará exactamente ver a Dios cara a cara? La imaginación nos lleva a Adán y a Eva en el paraíso. No sólo los vemos deleitándose de toda la belleza que les rodeaba y del amor que sentían el uno por el otro, sino también los vemos disfrutar del gozo sin igual de la ininterrumpida presencia de Dios. ¡Qué deleite! ¡Perfección total! Es ese cuadro, es esa visión, lo que encierra la suma de todo lo que el ser humano necesita para su felicidad. Como resultado, todos buscamos un Edén.
    La tendencia es buscar al Edén mirando hacia atrás, al pasado, olvidando que de allí por nuestros pecados fuimos echados, y que «al oriente del huerto de Edén» los querubines con sus espadas encendidas no permiten regreso. Es en dirección opuesta, hacia adelante, al futuro, adonde tenemos que mirar. Allí, al oeste, encontramos al que está indicando el camino, diciendo: «Yo soy la puerta.» «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.»
    Peter Kreeft, en su libro, Heaven [El cielo], lo expresa así:
    Anhelamos lo infinitamente viejo y lo infinitamente nuevo porque anhelamos la eternidad. Aun si llegáramos a esa mítica Edad de Oro del pasado, o si llegáramos aun al momento de la creación del mundo, anhelaríamos dar un paso más allá, saliendo aun de la misma historia para fundirnos con la mente eterna de Dios o, si fuera necesario, atravesando toda la creación para llegar al Creador. Y si acaso fuésemos a alcanzar alguna mítica utopía sobre esta tierra, todavía anhelaríamos llegar a la cúspide de toda la historia, al fin del mundo, a la muerte del tiempo, para ser tragados por la eternidad. Anhelamos viajar por el río del tiempo hasta llegar al océano que no tiene medida, para alcanzar al mismo Dios, alrededor de Quien se mueve toda la historia.

    El objeto de nuestro insaciable deseo es Dios, aunque no lo queramos reconocer. El alma vive en un perpetuo vacío. Luchamos para llenarlo con dinero, sexo, deporte, placer, poder, y fama. Pero el vacío persiste. La pobreza y la miseria nos llevan a pensar que si sólo llenáramos nuestro cofre con plata entonces conoceríamos la alegría y el gozo, escapando la congoja de ese persistente vacío. Pero aun ganando la lotería encontraríamos que la posesión de dinero —aun mucho dinero— no lo llenaría. También la capacidad humana para amar nos puede llevar en busca del placer sexual. Pero luego de una y otra —o numerosas conquistas— descubrimos que el vacio parece más profundo todavía. Quizás pensemos que como persona no se nos da un merecido reconocimiento. Allí debe de estar la plena satisfacción. Con motivo de ganarla nos obligamos a extremados sacrificios. Al fin lo logramos, sólo para descubrir que ni con fama ni con adulación podemos saciar ese algo interior que clama insistentemente por satisfacción.
    Visitamos una cantina. De lejos oímos las risas, las voces y la música de los que aparentan saber vivir. Pero al acercarnos y mirar las caras, parecen todas desoladas. La risa que a la distancia parecía genuina ahora se oye hueca, y el hablar forzado y tedioso. Los que bailan se ven aburridos, cansados ya de esa rutina. El licor, o la droga, sumando al ambiente un estupor artificial, pareciera —junto con la incesante música estrepitosa— tapar la insensatez del placer forzado. Pero no lo logra. Parecen niños perdidos en un espeso bosque, gentes ni felices ni buenas, cuyas sombras crean sus propios fantasmas. ¿Gozo? ¿Alegría? ¡Jamás! Ese vacío profundo y atormentador persiste.
    El trabajo, la comida, el vestir a la moda, el viajar, alguna afición o pasatiempo, aun todos los fascinantes entretenimientos de la tecnología moderna nos sirven para distraernos un rato. Pero cuando menos lo esperamos surge la pregunta omnipresente: ¿Es esto todo lo que significa la vida? La vida bajo el sol es toda «vanidad de vanidades» (Ec 1.9). Hay algo más, algo que en la ofuscante niebla de lo desconocido se nos escapa.
    «Oh Dios, tú nos has creado para ti mismo, y nunca reposaremos hasta descansar en ti.» ¡Cuán exactas son estas palabras de San Agustín! Es por Dios quien nos creó que clama lo más íntimo del ser. Conocerlo, verlo, sentirlo, oírlo, contemplarlo es el deseo más profundo de todo aquel que nace de mujer. Dice Eclesiastés 3.11 que Dios «ha puesto la eternidad en [nuestros] corazones». Una vez que hayamos identificado bien la causa de nuestra insatisfacción interna, será cuando el mismo Dios —y no cosas o experiencias— llegará a ser el objetivo de nuestra búsqueda.
    Claro está que en esta vida terrenal —a causa de nuestra contaminación con el pecado— es imposible «ver» a Dios. «No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre y vivirá» (Éx 33.20). «A Dios nadie le vio jamás» (Jn 1.18). Moisés logró ver sus «espaldas» (Éx 33 y 34), Isaías su trono (Is 6), Ezequiel su gloria (Ez. 1.26–28), Juan su Hijo glorificado (Ap 1.9–20), Pablo su cielo (2 Co. 12.4). Pero Dios «que habita en luz inaccesible» se ha mantenido invisible. Textos como Hebreos 11.27; Jueces 6.22; 13.22, Éxodo 3.6; 24.9–11; y Números 12.8 muestran que el invisible Dios se dio a conocer parcialmente, y que el hombre puede tratar con Él y conocer sus atributos. Pero más que el privilegio de andar con él (Gn 5.24), hablar con Él como si fuera «cara a cara» (Núm 12.8), tener comunión con Él (Sal 25.14), o disfrutar de su amistad (Stg 2.23), desde el día en que Adán pecó, Dios no ha revelado su rostro a hombre alguno.
    La promesa, sin embargo es: «El Señor Jesucristo… a su tiempo mostrará el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno» (1 Tim 6.15, 16).
    Allá, en ese día que nos espera, no habrá impedimento para que los redimidos conozcan a Dios con todas sus características, en toda su gloria. En aquel día el velo que ahora nos limita será quitado. «Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara» (1 Co 13.12). A Dios, «el que habita en luz inaccesible», el que es tan glorioso que los serafines tienen que cubrir sus rostros ante su presencia, lo conoceremos en toda su magnificencia, majestad, grandeza, y gloria. De él seremos la esposa amada; y Él será nuestro amado por toda la eternidad. «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Co 2.9).
    ¿Por qué allá sí, y aquí en la tierra no? La visión beatífica está íntimamente ligada con la santificación. Nos dice Hebreos 12.14 que sin la santidad «nadie verá a Dios». San Juan afirma que «todo aquel que tiene esta esperanza [de ver a Dios] se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn 3.3). El que ha vivido en pecado, indiferente a la vida que demanda Dios, los malvados, los que han rechazado al Salvador, jamás tendrán el gozo de ver el rostro de Dios. Su destino será más bien separación total y eterna de Dios; sufrirán en el «lago de fuego y azufre», donde estarán Satanás, la bestia, y el falso profeta, y allí «serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Ap 20.10).
    Dice el apóstol que en el cielo «no habrá más maldición» (Ap 22.3), ya que los redimidos han sido cambiados y transformados en «cuerpos espirituales» (1 Co 15.44). También el universo y la tierra han sido purificados por fuego, convertidos en los «cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 P 3.10–13). Por lo tanto, dice el apóstol Juan, «El trono de Dios y del Cordero estarán en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro» (Ap 22.3, 4). Esto es lo que en verdad convierte al cielo en «el cielo»: ver su rostro; ininterrumpidamente ver su rostro; sin obstáculo ver su rostro. Estar con Dios, disfrutar para siempre de su bendita presencia, vivir a la luz de Aquel que tanto nos ha amado (y a quien nosotros amamos y adoramos con todo el corazón), esta es nuestra bendita esperanza.
    Los que vivimos en esta esperanza ponemos gran énfasis en la pureza del corazón (Mt 5.8; Sal 73.1), en la búsqueda de la santificación (1 Jn 3.3, 6, 9), y en el servicio que rendimos a Dios (Ap 22.3, 4). Sabemos que sin la santidad nadie verá a Dios (Heb 12.14). El hecho es que hay relación directa entre nuestra forma de vivir en la tierra —pureza, justicia, y servicio— y el acceso que tendremos en el cielo a la visión beatífica. Al saber que Dios, y únicamente Él, satisface el deseo más profundo del alma, perseguimos incansablemente ese blanco, esa promesa de que «le veremos tal como él es» (1 Jn 3.2). Nos unimos con San Pablo, diciendo: «Olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil 3.13, 14).

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